lunes, 7 de marzo de 2011

LA ESPERA.

Había un señor en el barrio que estaba enamorado de la mujer de la calle del Pez. La mayoría se reía de él, el resto se apiadaba. A mí me parecía hermoso. Cada mañana bajaba a las ocho y media y le daba los buenos días. La llamaba Lucía. O Lucy, cuando estaba tierno. Le comentaba cómo había dormido, le preguntaba cómo había dormido ella. La limpiaba un poco. Los perros no se acercaban a marcar territorio, respetaban al señor Francisco. Ya se sabe que muchas veces los animales son más humanos que nosotros
mismos.

A veces alguien le preguntaba por qué no prefería estar con una mujer de carne y hueso. Él decía que no había tenido suerte en el amor, que la única que lo había tratado bien era su dulce Lucía, y que no necesitaba otra.
Una noche, cuando volvía a casa, me lo encontré abrazado a ella, el bastón en el suelo. Era un hombre mayor, así que no sabía si ir a ayudarle o dejarlo en paz. Quiás se sujetaba a la mujer para no caer. Le observé unos segundos y cuando me di cuenta se me pintó toda la cara de rojo vergüenza. El señor Francisco estaba susurrando cosas picantes a Lucía, justo en la oreja. Tenía los ojos cerrados, imaginando cómo sería desnudarla de sus ropas frías y rígidas. Parecían una pareja feliz y apasionada, como dos jóvenes que acaban
de sorprenderse por el amor y no saben bien cómo jugar.

Salí corriendo de allí, con la violenta sensación de haber visto algo que no me pertenecía ver.
Cuando llegué a casa empecé a sonreír. Qué envidia. Con la cantidad de parejas que vivían y qué pocas mantenían la pasión durante tantos años. Quizás tendría que empezar a buscar una estatua para mí.

Suspiré, y mi novia vino al encuentro. Le musité algo picante al oído. Mejor no decir el qué. Ella
se sonrojó como un adolescente y sonrió entre encantada y sorprendida. Me quité la idea de la estatua de la cabeza de inmediato. El metal no tiene la capacidad de sonrojarse.

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