
mismos.
A veces alguien le preguntaba por qué no prefería estar con una mujer de carne y hueso. Él decía que no había tenido suerte en el amor, que la única que lo había tratado bien era su dulce Lucía, y que no necesitaba otra.
Una noche, cuando volvía a casa, me lo encontré abrazado a ella, el bastón en el suelo. Era un hombre mayor, así que no sabía si ir a ayudarle o dejarlo en paz. Quiás se sujetaba a la mujer para no caer. Le observé unos segundos y cuando me di cuenta se me pintó toda la cara de rojo vergüenza. El señor Francisco estaba susurrando cosas picantes a Lucía, justo en la oreja. Tenía los ojos cerrados, imaginando cómo sería desnudarla de sus ropas frías y rígidas. Parecían una pareja feliz y apasionada, como dos jóvenes que acaban
de sorprenderse por el amor y no saben bien cómo jugar.
Salí corriendo de allí, con la violenta sensación de haber visto algo que no me pertenecía ver.
Cuando llegué a casa empecé a sonreír. Qué envidia. Con la cantidad de parejas que vivían y qué pocas mantenían la pasión durante tantos años. Quizás tendría que empezar a buscar una estatua para mí.
Suspiré, y mi novia vino al encuentro. Le musité algo picante al oído. Mejor no decir el qué. Ella
se sonrojó como un adolescente y sonrió entre encantada y sorprendida. Me quité la idea de la estatua de la cabeza de inmediato. El metal no tiene la capacidad de sonrojarse.
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